Por Ivette Estrada

Orar es el diálogo más importante de todos las que entablaremos a lo largo de nuestra vida: es conversar con Dios. No son rezos aprendidos de memoria con palabras que cotidianamente no usamos y cuyos significados ignoramos. Es recordar que la esencia divina está en nosotros y somos parte de la perfección.
No es blasfemia: somos hechos a imagen y semejanza del Principio. Con tales cualidades somos capaces de hablarle al Creador de los mundos tangibles y sutiles en cualquier momento para agradecer, preguntar o pedir. Para plantear inquietudes y manifestar nuestra esperanza o desosiego o para sentir la protección y guía en nuestro camino.
Por ello, no debe sorprendernos que cuando pedimos una señal divina, ésta aparezca de manera contundente para cada uno de nosotros, porque sólo el que pide sabe las dimensiones de lo que solicita y sus implicaciones y significados.
Una respuesta común, y no por ello menos maravillosa, es la serenidad. Esa calma súbita que aparece después de orar. El corazón parece apaciguarse y cesa el bamboleo atroz que emerge en la ansiedad o en la angustia. Entonces emerge una claridad absoluta que nos permite separarnos de un acontecimiento concreto y observar detenidamente todas sus perspectivas. Es el momento ideal para encontrar soluciones idóneas.
Amamos hablar con Dios. Es el regalo que nos damos cuando aparece la noche. Entonces nuestra voz pronuncia: Bendito Dios…y le contamos nuestro día, lo que hicimos y pensamos, las sombras que aparecen a veces, los dilemas que rondan los pensamientos, nuestras filias… y también los ocasionales horrores que se infiltran en la realidad.
A ese recuento verbal cuando conversamos con Dios, sobreviene entonces la paz. Todas las preocupaciones vuelan al mundo del olvido, se convierten en diminutos velos que se esparcen en el aire y llegan a la nada. Ese sentido de vacuidad algunos logran obtenerlo en la meditación. No se piensa ya nada. La serenidad del ser es la emoción más feliz que alguien puede experimentar.
Ese momento es lo que nos acerca a nuestra verdadera esencia y logramos tocar el cielo.
¿Cuánto dura ese momento? No lo sé. Es el equivalente al eureka. Un instante de sol. El tiempo en que se devela la esencia de todo y el ser logra desprenderse del mundo y sus preocupaciones. Se asume, entonces, que todo es pasajero.
Emerge luego la gratitud. Y el primer nombre que pronuncias, fuente de toda la sabiduría, benevolencia y belleza es Dios. Después aparecen los nombres y rostros de nuestros padres. Y en tercer lugar nuestra propia respiración y vida.
Descubrimos que amamos más personas que las que imaginamos inicialmente. Pedimos por cada una de ellas, para que encuentren a Dios en el silencio, en su percepción y en la luz. Empiezan entonces los rituales para abrazar nuevos ciclos y despedir a quienes estuvieron en algún momento con nosotros y ahora ya no. No retenemos más. Aprendemos a decir adiós.
Y en ese desfile de proezas y encantos nos perdonamos por nuestra incapacidad de comprender, a veces, a seres y acontecimientos. Entonces sabemos que eso ya no importa, que aparecerán signos benevolentes: regalos en la piel del cielo. Gracias por un año más bendito Dios.