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ABANICO/ Decisiones de la noche

Por Ivette Estrada

Noche es la caverna de reflexión, el espejo integral de quienes somos, la suma de lo inconfesado y secreto. Es enfermedad, dolor y reencuentro. El último vestigio de la energía y fuerza que poseemos.
En cada uno de nosotros existe un recurso limitado y paradójicamente desestimado: la energía. Sin embargo, cuando atravesamos un episodio de enfermedad y se hace evidente que debemos racionalizarla, es cuando discernimos en qué queremos ocupar nuestro tiempo y mente, con quienes queremos dialogar y que debemos volver insustancial.
Cada lapso de incapacitación, así sea por una ligera gripe, nos lleva a revaluar el espíritu vital, la fuerza que nos permite hacer trascendentales o nimias. Absolutamente todo está asociado a la energía o capacidad de actuar.
¿En qué gastamos nuestra fuerza? Muchas actividades, a la luz del reposo inducido nos obligan a replantear actividades y diálogos. Se trata de una tarea quizá no concientizada de prioridades de disfrute y vida. Es como quitar veladuras y adentrarnos en la esencia de personas y cosas.
¿Realmente esto me aporta? Y es posible que en tal reflexión podamos revaluar lo importante, necesario, prescindible y tóxico.
A medida que pasa el tiempo, encontramos que se limitan sensiblemente las actividades en las que perdemos el tiempo: amistades efímeras, tratos insustanciales, discusiones sin sentido, personas que no abonan a nuestro trazo de vida. En suma: nos volvemos selectivos de personas, momentos y emociones.
Algunos creen que la sabiduría aparece mágicamente con los años. Pero es posible que al limitarse la energía vital nuestro cuerpo y mente nos obligue a decidir mejor.
Quienes hemos estado postrados algún tiempo adoptamos una actitud de mayor cautela acerca de cómo vivimos. El despilfarro de recursos y energía ya no forma parte de lo que somos y queremos. Seleccionamos las conversaciones en las que nos enfrascamos, las actividades que realizamos, las emociones que deseamos experimentar. En suma: trazamos el modo de vida que conviene a nuestras expectativas.
La noción del tiempo, de su finitud, transforma los diálogos internos que entablamos. Ahí está la esencia de lo que vivimos, la criba de las experiencias, la manera en la que nos vemos.
Aunque parece contradictorio y absurdo, una enfermedad “cura”. Después de todo, se trata de una pausa. Y este interludio nos lleva a la auto concientización. El pretexto es la exigua energía que debe emplearse para algo válido e importante para nosotros, pero bajo ese pretexto subyace el quién soy y qué quiero, pero también cómo me comunico conmigo, que tan apreciado soy ante mi y cuánta dulzura o desprecio me tengo.
El soliloquio es la medida exacta del autoconcepto. En la medida que más se conoce a alguien o a algo más se ama. El silencio y la soledad, aseguran los místicos, es la llave a enfrentarnos con lo que somos, con aquello en lo que nos hemos transformado. Es crisol de creencias, valores, miedos, certezas y desatinos. Es lo que marcará nuestras experiencias.
Hablar con uno no sólo define cómo emplearemos el tiempo, con quiénes interactuaremos o la manera en la que asumiremos el amor, el valor, la honestidad y la vida misma. Es la conversación que traza ruta y destino.

 

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ABANICO / El arte de envejecer

Por Ivette Estrada

A medida que avanza el tiempo se vuelve más perceptible el sentido de mortalidad inminente. De los viejos parten los consejos de vivir al máximo y de no postergar, de tener este instante y nada más.

Casi sin percatarnos, nos volvemos proclives al disfrute de cada instante. Valoramos lo que los jóvenes consideran trivial y anodino: una charla agradable, el color del paisaje o un aroma lleno de reminiscencias. Todo se vuelve memorable y conspicuo. Cada persona en nuestra vida, sin saberlo, toma roles protagónicos y emblemáticos.

La inminente muerte es un estado de alerta permanente. No se acaban los sueños: se construyen nuevos de momento a momento. El tiempo se ralentiza a medida que se calma una sensación de prisa y desesperanza. No se macera ni hiere el tiempo: se paladea muy despacio, se disfruta. La vida ya no bulle en estentóreo tambor, se diluyen la prisa, se calma el pertinaz mensaje de hacer todo ya. No es letargo: posiblemente los sentidos estén ahora más vivos, pero también más conscientes.
Hay hábitos que se abandonan de manera más o menos consciente: perder el tiempo de manera deliberada, el multitask y la adicción al trabajo. El tiempo se vuelve el bien más preciado.

A medida que pasa el tiempo se alejan las metas y estereotipos impuestos por otros. El éxito no genera ya una competencia férrea, es sólo el estar aquí y ahora, los otros son cada vez más nuestros espejos y ya no queremos avasallarlos ni ganarles nada: sólo mejorar las propias habilidades, sólo apaciguar la prisa y tratar de conquistar la compasión y el amor como formas permanentes de vida.

El arte de envejecer es comprender que lo único seguro es la muerte. Paradójicamente eso no nos vuelve tristes. Es cuando mayor gratitud experimentamos del tiempo que tenemos, de los planes que armamos a cada momento, de las personas que están y estuvieron.

Si. En el arte de envejecer también juega un rol la espiritualidad. Después de todo es inminente el desprendimiento de la realidad material. Pero no somos sólo cuerpo. La finitud no está en la carne. Somos imaginación, percepción e ideas. Somos pensamientos y emociones, somos un nexo perfecto con el Principio.

El arte de envejecer implica entablar diálogos diferentes con Dios, cualquiera que sea su nombre. Ya no es obligación, ni son rezos con palabras inentendibles carentes de significados, es el soliloquio más perfecto y claro que generamos en cualquier lugar y hora y que, sorpresivamente, nos lleva a conocernos más y amarnos, como quizá nunca lo hicimos antes.

Bueno. Y en resumen: ¿cuál es la clave del arte de envejecer? Es murmurar en cada acción y pensamiento: ¡Gracias vida. Aprecio este momento!