Por Ivette Estrada

En algún momento nos convertimos en seres-objetos. Partes de una maquinaria indescifrable en el que nuestra alma, ese ámbito de ideas, emociones e imaginaciones, quedó reducido a empresas comerciales. Fue cuando el aprecio por nosotros mismos y por los otros nos limitó a un valor de mercado: “cuánto tienes, cuánto vales”.

Entonces apareció en nosotros una idea reduccionista de que nuestro trabajo, el valor pecuniario de la labor que desempeñamos, es lo que somos. Nuestra valía se redujo a un número: el de nuestros ingresos. Se engendró una noción de minusvalía.

¿Realmente somos los signos engañosos de poder?

En una ecuación simplista, el dinero, reconocimiento, títulos y belleza nos arrojaría un determinado valor numérico para cada uno de nosotros. Pero pasaríamos por alto el valor verdadero: lo inconmensurable muchas veces está en la realidad intangible. Aún en empresas comerciales poseen gran riqueza las ideas, valores, perspectivas, visiones, capacidad de interconectar con otros, cuidar y generar acuerdos, armar equipos, develar oportunidades…

Pero voy más allá de eso: si generamos un recuento de las personas que más admiramos descubriremos que no responden a los cánones aceptados del éxito. Por ejemplo, es factible que el gran amor de nuestra vida no sea un ícono de belleza cinematográfica, sino una persona de aspecto y habilidades comunes que engrandece nuestro mundo sólo con su sonrisa.

Algunas características, como la inteligencia, no implican sabiduría. Por ejemplo, aunque se asuma científicamente que los más inteligentes son poco gregarios y sarcásticos, ellos no engendran enseñanzas de vida. Y honestamente: ¿a quién le parece inteligente un sabelo-todo que desprecia los puntos de vista de los otros y se jacta a la menor provocación de su inteligencia? A mi no.

Al mismo tiempo, ¿quién no se identifica con esta aseveración de José Saramago: “el hombre más sabio que conocí en mi vida no sabía leer ni escribir” cuando se refirió a su abuelo?

Esta introspección al círculo íntimo de quienes amamos y admiramos refleja que los privilegiados seres que aparecen ahí no tienen denominadores impuestos, no son estereotipados ni iguales. Se trata de personas únicas que nos maravillan por su originalidad, porque descubrieron, de forma inconsciente o no, de que no necesitan tomar paradigmas de nadie ni perseguir los logros de otros, que ellos poseen la inmensa riqueza de ser .

Amo a las personas únicas, a las que llaman “comunes”, porque en ellas está la verdad, sabiduría, belleza y ejemplo. Son las personas que, simplemente, asumen el reto de ser y trazar sus propias rutas de vida.

Amo a las personas comunes, las que están junto a mí, las que estuvieron. Y también a la que miro ahora en el espejo. Las personas comunes somos tú y yo.

 

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